Resumen
Latinoamericano – 08/04/ 2020
Dice Rodolfo Walsh que
las clases dominantes siempre han procurado que las trabajadoras y
los trabajadores no tengamos historia, ni teoría, ni héroes, que se
pierda la experiencia colectiva y que cada lucha deba empezar de
nuevo. Cuando las principales organizaciones de las clases oprimidas
se hacen cómplices de la amputación de la memoria, el desastre es
mucho mayor.
*
Una vez más, cuando se
oyen crujir los cimientos de la economía capitalista, sus
representantes políticos invocan el conjuro de los Pactos de la
Moncloa.
En una comparecencia
reciente el presidente del Gobierno, aludiendo a la encrucijada
«histórica» que vivimos, hacía esta afirmación: “Esa unidad a
la que apelo se tiene que trasladar en una certeza: todos los
partidos políticos vamos a trabajar en unos nuevos pactos de la
Moncloa”.
Hace pocos días, el gurú
de El País Joaquín Estefanía, dedicaba su columna de opinión al
mismo tema, con el pomposo título de «El compromiso histórico
español». Es curioso, porque este ex-director de El País, durante
los años de la Transición era miembro de la Organización
Revolucionaria de Trabajadores (ORT), que proponía «echar abajo el
Pacto de la Moncloa»(1). El mismo Estefanía escribió un importante
libro titulado: «La Trilateral Internacional del capitalismo (el
poder de la Trilateral en España)», publicado por Akal en 1979 y que
se agotó en pocos días. En él analizaba con nombres y apellidos
las ramificaciones de la Trilateral en los diferentes órganos de
poder institucional y empresarial en el Estado español. Jesús
Polanco, fundador del grupo PRISA le hizo una propuesta al joven
Estefanía por la que vendió su alma: ser director de economía de
El País a cambio de que no hubiera una segunda edición del libro. A
veces, Roma sí paga a traidores. Jesús Polanco pasó a ser miembro
de la Trilateral en abril de 1982 (2), muy probablemente como expresión
del respaldo del capital internacional a la victoria del PSOE que se
produciría pocos meses después.
El caso de Estefanía,
como tantos otros –el más conocido es el de las tarjetas Black de
Bankia– es representativo de la cara oculta de la Transición: el
soborno de dirigentes políticos y sindicales de la izquierda.
El capital siempre llama
al pacto social cuando las cosas no le van bien. Se olvida
rápidamente de su liberalismo y apela a la solidaridad, al consenso
y al Estado. No cabe duda de que la idea luminosa ha salido de las
filas del Ibex 35. Los Pactos de la Moncloa fueron su mayor negocio –si no contamos el golpe fascista de 1936. En la Transición, la
ventaja es que las ganancias llegaron sin coste político. Todo lo
contrario. Como en todo gran pacto social, para el capital el
beneficio es doble: consigue imponer sus objetivos y el enemigo de
clase se autodestruye. Y el PSOE, representante privilegiado de la
gran burguesía y hacedor de las agresiones más graves contra la
clase trabajadora desde la Transición, se apresura ahora a cumplir
su papel.
La estupidez más grande
que podría cometer la clase obrera es creer lo que agitan
profusamente los medios y, por supuesto, el Gobierno: que si VOX no
quiere unos nuevos Pactos de la Moncloa, es porque serán buenos para
las trabajadoras y trabajadores. Como ya escribí al analizar la
sesión de investidura (3), el esperpento de la extrema derecha sirve
como espantajo preventivo ante el cual cualquier otra opción se
considera un mal menor
Recuperar la Memoria
Ante una situación
extremadamente dura como la que se avecina, las trabajadoras y los
trabajadores necesitamos recuperar la memoria y analizar
objetivamente lo que realmente supusieron esos pactos y lo que ha
sucedido desde entonces hasta ahora. Y, sobre todo, lo que implicó
dejarse arrastrar por falsos llamamientos a la unidad que siempre
suponen para nosotras retrocesos –ahora directamente hacia el
abismo– y ganancias para ellos.
En los Pactos de la
Moncloa hubo un elemento clave: el PCE, encabezado por su secretario
general Santiago Carrillo. El resto fueron meras figuras decorativas
hasta el punto de que Alianza Popular no los firmó y nadie se
acuerda de ello; porque no importaba. El objetivo central era
domesticar al potente movimiento obrero, combativo y organizado, que
recorría el territorio del Estado español. Un movimiento obrero
estructurado en torno a las Comisiones Obreras, o Comisiones
Representativas, surgidas desde las mismas asambleas de fábrica o de
tajo, y por lo tanto enraizadas, más allá de las cualificaciones o
la ideología, en el conjunto de las trabajadoras y trabajadores y
garantes de uno de los elementos claves de la lucha obrera: la unidad de
clase.
La fuerza organizada de
quienes crean la riqueza y hacen posible la vida había conseguido
imponer mediante luchas durísimas, con los sindicatos ilegalizados y
centenares de sindicalistas en la cárcel, la Ley de Relaciones
Laborales más progresista que se ha conocido.
Y se hizo en plena crisis
económica. Llamo la atención sobre esto porque cuando se promulga
esta Ley, en abril de 1976, la situación era muy parecida a la que
se vivía en el momento de la firma de los Pactos de la Moncloa
dieciocho meses después; sin embargo, en su preámbulo se alude, a
diferencia de los Pactos, no a la crisis sino a las “legítimas
aspiraciones de los trabajadores”. La crisis, y los sacrificios de
“todos” necesarios para superarla, es el mantra que se repite
cuando de lo que se trata, como ahora, es de imponer nuevos recortes
de derechos y de condiciones de vida.
La Ley de Relaciones
Laborales de 1976 establecía (4), entre otras cosas, que la
naturaleza del trabajo determinaba el tipo de contrato; es decir,
todo contrato era indefinido, salvo unas pocas excepciones. Se
prohibía y se sancionaba el prestamismo laboral y las empresas de
trabajo temporal; se reducía la jornada laboral, se ampliaba el
permiso de maternidad, etc. Pero sobre todo, se regulaba el despido
improcedente de forma favorable a las trabajadoras y los
trabajadores. El artículo 35 disponía lo siguiente: «Cuando en un
procedimiento por despido, el Magistrado de Trabajo considere que no
hay causa justa para el despido, en la sentencia que así lo declare
condenará a la empresas a la readmisión del trabajador en las
mismas condiciones que regían antes de producirse aquel, así como
del importe del salario dejado de percibir desde que se produjo el
despido hasta que la readmisión tenga lugar”. En el apartado 4 de
este mismo artículo se prohibía que el despido fuera sustituido por
indemnización económica salvo acuerdo voluntario de las partes (5).
Este artículo era esencial, como bien se puede comprobar ahora, para
luchar contra las «listas negras» y la represión sindical.
Esta Ley es clave para
desmontar el argumento central de quienes firmaron los Pactos en
representación de la clase obrera: que la correlación de fuerzas no
permitió hacer otra cosa. En este sentido, es importante destacar
que esto ocurría a contracorriente del resto de los países
centrales del capitalismo, donde los amplios derechos laborales
conquistados por la victoria contra el fascismo en la II Guerra
Mundial –que fue sobre todo una guerra de clases– habían
entrado en fase de demolición con la piqueta de las políticas
neoliberales.
En el Estado español la
correlación de fuerzas en la lucha de clases era otra. A pesar de
los durísimos coletazos del final de la Dictadura –los
fusilamientos del 27 de septiembre de 1975, el asesinato de cinco
trabajadores y los cientos de personas heridas de bala el 3 de marzo
de 1976 en Vitoria o la matanza de los abogados laboralistas de
Atocha el 24 de enero de 1977– la combatividad y la organización
del movimiento obrero eran grandes y crecientes. Además no se
trataba sólo de reivindicaciones laborales. El movimiento estaba
impregnado de contenidos políticos de ruptura con el Régimen que
agonizaba y de exigencias de democracia y de control obrero en la
empresa. La fuerza organizada de la clase obrera fue capaz de
sobreponerse a los vientos neoliberales que empezaban a arrasar las
políticas sociales en una CEE(6) con poderosas centrales sindicales
y supuesto paraíso de los derechos sociales.
Año y medio después,
los preceptos de esa Ley se convirtieron en agua de borrajas. No se
produjo un cambio en la correlación de fuerzas, sino una monumental
traición de clase.
Es curioso leer que el
PCE defendía los Pactos argumentando que las medidas agresivas
contra la clase obrera no iban a durar más de “año y medio”, el
tiempo de acabar con la crisis, o que participar de ellos era la
manera de evitar un golpe de Estado. Sucedió exactamente lo
contrario. La crisis continuaría profundizándose y de hecho fue el
gran pretexto para el nuevo ataque que vendría con la cínicamente
llamada reconversión industrial, y el ruido de sables tomaría
cuerpo el 23 de febrero de 1981. El saldo real, apabullante, fue que
ante ambos acontecimientos la clase obrera era ya mucho más débil.
Lo más importante de los
Pactos de la Moncloa no fueron sus medidas concretas contra la clase
obrera: pérdida del poder adquisitivo de los salarios, facilitación
del despido(7), etc, a cambio de una tímida reforma fiscal, muy por
debajo de la existente en Europa occidental y que progresivamente,
todos los gobiernos han ido cambiando a favor del capital. Mientras
tanto, como sabemos, la evasión y el fraude fiscal adquiere
proporciones gigantescas.
El cambio cualitativo que
introdujeron los Pactos de la Moncloa y que los sitúan como piedra
angular del retroceso imparable sufrido por los derechos laborales
desde entonces hasta ahora, es de naturaleza ideológica. Esos
acuerdos plasmaron con la firma de quienes tenían mayor influencia
entre la clase obrera la preeminencia de la lógica del capital sobre
cualquier otra consideración, y la aceptación del orden capitalista
como algo natural y permanente. Se capitulaba ante el dogma central
del capitalismo: para que a la clase obrera le vaya bien, lo
prioritario es restaurar la tasa de ganancia del capital y, en aras
de la competitividad, hay que liquidar los obstáculos que se le
oponen: terminar con la negociación colectiva, reducir al máximo
los costes laborales y «flexibilizar» tanto la contratación como
el despido.
Bajo esa égida, y con un
debilitamiento progresivo – organizativo, político e ideológico–
contrarreforma tras contrarreforma, recorte tras recorte, hemos
llegado al esperpento de la situación actual: con millones de
personas trabajadoras en la miseria, más de un millón de jóvenes
con alta cualificación en la emigración, los servicios públicos
degradados y sometidos a la lógica del beneficio privado y
condiciones de trabajo de semi-esclavitud.
El balance de estos
cuarenta años en términos de clase es tan obvio que no merece la
pena argumentarlo. Los enormes negocios de las privatizaciones de la
banca pública y las empresas estratégicas de transporte,
comunicaciones, energía, etc, son las grandes fortunas del Ibex 35;
monopolios que a su vez, están en buena medida en manos de los
grandes bancos.
La explotación y la
miseria de millones de trabajadores y trabajadoras –12 millones en
situación de extrema pobreza– se esconde bajo cifras indignantes.
Mientras los beneficios empresariales de los grandes monopolios
registraban crecimientos del 60% en los últimos años, el salario
medio ha sufrido una pérdida de poder adquisitivo de 133 euros
anuales.
Y en estas condiciones,
¿nos hablan de Pacto Social? ¿Qué más quieren robar?
No conviene engañarse.
En las crisis, la inversión de capital se frena, e incluso hay una
huida masiva de capitales como la que ya está sucediendo –tan
patriotas ellos– porque no ven posibilidades de recuperar la tasa
de ganancia. Y la inversión no vuelve hasta que no se ha producido
un “saneamiento” –es decir la destrucción de empresas débiles,
fundamentalmente la pequeña y mediana empresa– y condiciones más
favorables de explotación de la mano de obra.
En definitiva, cuando
tanto el Gobierno como el BCE ponen en poder de la banca y de las
grandes empresas la capacidad de decisión sobre los fondos públicos,
no sólo es que los vayan a emplear para rescatarse a sí mismos,
sino que sus intereses son opuestos a la salvación de las decenas de
miles de pequeñas y medianas empresas, de las que dependen millones
de trabajadoras y trabajadores.
No insistiré aquí en la
mezquindad de las ayudas directas del Gobierno, frente a las
aplicadas por otros gobiernos, y su vergonzosa pasividad para
intervenir empresas privadas, aun cuando la situación adquiere
tintes dramáticos en la sanidad pública. Todo ello da idea de lo
que se puede esperar de este Ejecutivo de coalición por sí mismo o,
como podría ocurrir, si se acaba incorporando a la toma de
decisiones alguna de las tres derechas.
No podemos seguir siendo
presas del círculo vicioso que nos amarra desde la Transición: huir
del PP para que gobierne el PSOE para, tras comprobar que practican
las mismas políticas, hacer el mismo camino en sentido contrario.
Cuando la situación es
tan dramática como la que vivimos –y la que asoma sabemos que será
mucho peor– no podemos consentir que el caos y la barbarie sigan
imperando.
Es intolerable que
prevalezcan los mecanismos represivos en el confinamiento –con el
esperpento de ver a diario a los representantes del ejército, la
guardia civil y la policía informando de la evolución de la
pandemia– mientras se mantiene la producción de bienes no
esenciales a mayor gloria del capital, y condenando a una
sobremortalidad evidente a los territorios donde se concentra esa
clase obrera obligada a trabajar con riesgo de su vida (8).
No podemos consentir que
permanezca impune el desmantelamiento de la sanidad pública, que
está produciendo escandalosas carencias de atención y centenares de
muertes perfectamente evitables. Porque ese deterioro, perfectamente
planificado desde las Consejerías de Sanidad, tiene responsables
concretos que han venido preconizando la superioridad de la sanidad
privada, permitiendo la entrada masiva del capital privado –fondos
buitres incluidos– en la gestión con fondos gubernamentales de la
sanidad pública (9) y reduciendo y precarizando hasta extremos
inconcebibles las condiciones de trabajo del personal.
Es una irresponsabilidad
afrontar la hecatombe social y económica que se avecina permitiendo
que la oligarquía financiera y monopolista siga imponiendo su ley de
hambre, enfermedad y muerte.
Precisamente el desastre
actual es el resultado de una izquierda débil y cobarde que, bajo el
eufemismo del pacto social, ha venido aceptando la dictadura del
capital, más salvaje cuanto más se debilitaba la clase obrera. Y
aún siguen tratando de justificar su goteo incesante de concesiones
con el argumento de una “correlación de fuerzas adversa” que,
curiosamente, esta misma izquierda contribuye a alimentar paralizando
movilizaciones y blanqueando mensajes combativos.
Es hora de enfrentar la
situación desde claves diferentes. Desde posiciones que necesaria e
imprescindiblemente tienen que enfrentar la lógica del capital.
No hay otra: o se salva
al capital, o se salva al pueblo. La resolución de este dilema es
una cuestión de poder. En ese sentido, lo que Red Roja propone no es
un plan de choque de los muchos que se están proponiendo como
peticiones o exigencias dirigidas al Gobierno, y que pueden muy bien
compartirse, pero que no poseen, ni se plantean, el poder político
para llevarlas a cabo.
El llamamiento de Red
Roja plantea la necesidad de cambiar radicalmente el enfoque y
construir un poder alternativo edificado sobre la hegemonía de la
satisfacción de las necesidades sociales, que necesariamente tiene
que romper con el orden existente, y que tenga al pueblo en el puesto
de mando (10).
6 Comunidad Económica
Europea
7 El empresario tenía
libertad para despedir al 5% de la plantilla si la lucha obrera le
obligaba a romper los topes salariales establecidos por los Pactos de
la Moncloa.
9 En el año 1997 se
promulgó la Ley de permitía la gestión por parte de empresas
privadas de todo tipo hospitales, centros de salud, y centros
socio-sanitarios «públicos». Eso sí, la financiación es siempre
pública. Se aprobó en el Congreso de los Diputados con los votos de
PP. PSOE, PNV, Coalición Canaria y Convergencia y Unió-. Un
análisis de las consecuencias de la citada ley puede verse aqui.
Maestro. A «Lay 15/97: el arte de confundirse con el paisaje.
https://www.diagonalperiodico.net/cuerpo/ley-1597-arte-confundirse-con-paisaje.html
Buen artículo, muy a tener en cuenta. Que nos la van a intentar colar está claro. Que van a poder una temporada no lo dudo. Pero que puedan sostenerlo en el tiempo eso es harina de otro costal, porque se están gastando millones que no tienen en represión y propaganda. Cuando la pasta falte todo estallará, como en Chile, Francia y tantos otros lugares.
ResponderEliminarSalud!
Lo acaban de decir; prestamos sí, recortes también. Y ya sabemos dónde se aplica la tijera cuando la crisis aprieta.
EliminarSalud!